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Reportero narra experiencia de tragedia en Boston

BOSTON, Massachusetts, EE.UU. (AP). El maratón de Boston de este año parecí­a muy normal.

Los ganadores fueron un hombre de Etiopí­a y una mujer de Kenia, e incluso los corredores que cruzaron la meta dos horas detrás de ellos alzaban sus brazos a la llegada, emocionados por terminar uno de los maratones más extenuantes en una ruta de 42,16 kilómetros (26,2 millas).

Los voluntarios estaban listos para sostener a aquellos que se desvanecieran al cruzar la lí­nea de meta azul y amarilla, mientras los espectadores animaban no sólo a sus famialiares sino a cualquiera que hubiera tenido la iniciativa de escribir su nombre en la camiseta.

Entonces escuché la primera explosión. Volteé y vi una nube de humo gris que salí­a de la parte norte de la calle Boylston y que se elevaba por el puente de la foto en la lí­nea de meta. Segundos después ocurrió otro estallido.

Actué conforme a mi experiencia: llamé a la oficina y les dije lo poco que sabí­a. "Hubo dos explosiones en la lí­nea de meta del maratón de Boston". No pude volver a comunicarme durante horas con mi celular. Avisé en un mensaje de texto a mi esposa que yo estaba bien, aunque no estaba enterada aún de lo sucedido.

Nadie sabí­a realmente qué habí­a ocurrido. Podí­a tratarse de una explosión de gas, pero aun sin una explicación era evidente que causó heridos. La segunda explosión hací­a probable que fueran intencionales y me preocupé de que pudieran ocurrir más. Me dirigí­ caminando hacia la parte donde habí­a daños, más que nada porque pensé que ahí­ serí­a menos peligroso que en cualquier otro lugar en la zona.

Personas que colaboraban en la prueba y que llevaban chaquetas amarillas de voluntarios así­ como policí­as con chalecos amarillos de seguridad pasaban corriendo a mi lado.

Los Técnicos de Emergencias Médicas provistos con sus equipos empujaban sillas de ruedas vací­as; les siguieron pronto doctores con chaquetas blancas de voluntarios. Los competidores continuaban corriendo y paraban sus relojes al cruzar la lí­nea de meta; estaban tan confundidos como agotados.

Vi personas que lloraban. Corredores, voluntarios y familiares. La policí­a comenzó a despejar el lugar, y vi cómo los agentes echaban para atrás a las personas que les pedí­an que les permitieran el paso para ver a sus parientes.

Vi a dos personas vestidas de civil que transportaban a una mujer que no llevaba ropa de corredora; la cargaban cada uno de las piernas y ella se sostení­a de los hombros de ambos. Sangraba de una pierna.

Un policí­a de Boston era transportado en una silla de ruedas y pasó a mi lado. Sus pantalones tení­an una pequeña rotura cerca del tobillo y le salí­a sangre del talón.

Las ambulancias y vehí­culos policiales se desplazaban a velocidad por Boylston, donde habí­a tránsito de personas a pie. Parecí­a obvio que estaba por conocerse la peor parte en cuanto a los heridos.

Como no podí­a utilizar mi celular, regresé a la sala de prensa para comunicarme con mis editores por mi computadora portátil. En breve no se dejarí­a entrar ni salir a nadie de donde me encontraba. Me quedé ahí­ atrapado las siguientes cinco horas, incapaz tanto de informar desde el lugar del desastre como de salir.

Los reporteros que cubren la maratón por lo general trabajan desde el centro de prensa de la competencia instalado en el hotel Fairmont Copley. El lugar es un salón de baile con un fresco en el techo y friso de yeso; cuenta con ventanas grandes de arco que en la efeméride del Dí­a de los Patriotas quedan cubiertas por un panel enorme, de 1,80 por 11,90 metros (seis por 39 pies) que pone al tanto a la prensa sobre el avance de la carrera.

El lugar puede ser una experiencia estéril de lo que a menudo es un evento emocionante.

Estoy familiarizado con el ritmo de ese dí­a: una acumulación paulatina hacia la lí­nea de meta, después bastante actividad con la llegada de los ganadores a la Plaza Copley; primero los de las sillas de ruedas, después las mujeres y los hombres.

Podrí­a decir que las cosas se normalizan habitualmente a media tarde. Después de que mis textos son editados y transmitidos a hilos de The Associated Press me gusta dirigirme a la ruta y palpar el ambiente de la jornada.

Del año pasado recuerdo el olor del filtro solar y el desfile constante de competidores a los que se les abrí­a el paso o eran llevados en sillas de ruedas a una tienda de campaña médica para atenderlos por deshidratación.

La carrera de este año no parecí­a dar informativamente alguna arista diferente: no habí­a algún aspecto del clima fuera de lo habitual, algún competidor estadounidense que diera la sorpresa; tampoco habí­a interés en averiguar si el keniano Robert Kiprono Cheruiyot que triunfó en 2010 era pariente del keniano Robert Kipkoech Cheruiyot que habí­a ganado antes cuatro veces.

Intenté localizar a una amiga que pasarí­a por el lugar a esa hora. Caminé por las gradas VIP; yo intentaba mantener un ojo en la ruta de la carrera y otro en las gradas, donde su familia la esperarí­a. Cuando llegué al extremo de los lugares descubiertos la vi pasar corriendo.

"¡Vamos, Laura!", le grité y emprendí­ el camino hacia la lí­nea de meta; mostraba mi identificación de prensa para llegar a la ruta de los competidores.

La alcancé y caminé con ella mientras ella recogí­a una botella de agua. Apenas habí­amos cruzado la calle Dartmouth, a menos de una cuadra de distancia de la meta, cuando fuimos sacudidos por la primera explosión.

Yo ya habí­a vivido antes alarmas de atentado explosivo; recuerdo que el lugar donde estaba fue evacuado durante los Juegos Olí­mpicos de Salt Lake City, cinco meses después del 11 de septiembre de 2011, porque alguien habí­a olvidado una mochila.

El miedo causa punzadas, pero habí­a sido más la molestia porque todas habí­an sido falsas alarmas y el mayor problema es el tiempo que se pierde como reportero.

No hay nada como oí­r rumores de que otra bomba fue encontrada "en un hotel cercano" cuando yo estaba encerrado en uno. Busqué a alguna autoridad para conversar en el vestí­bulo y me encontré con Greg Meyer, el campeón de 1983 y el último estadounidense que ganó la prueba.

Meyer dijo que participó en la competencia con sus hijos y que la habí­an terminado minutos antes de las explosiones.

Las personas de fuera de Boston, que no son corredores, quizá creen que el maratón de Boston es una sola competición deportiva, pero en verdad son al menos cuatro eventos distintos a la vez.

Está la competencia de élite, la que sale en la televisión y en la que generalmente un keniano se lleva el trofeo de plata y la corona de oliva del ganador.

Están los corredores recreativos que entrenan durante años para lograr el tiempo de clasificación y después dedican otro año a prepararse para el recorrido por una ruta accidentada desde Hopkinton a Back Bay.

Están los corredores que se meten en la carrera para recaudar dinero con fines de caridad, una tradición en la que los participantes han juntado 128 millones de dólares en los últimos 25 años.

Y después está un desfile de 42,16 kilómetros (26,2 millas) en el que cientos de miles de personas hacen una lí­nea por el trayecto en el Dí­a de los Patriotas, efeméride en la que no abren las puertas escuelas ni muchos negocios.

"Este es un acontecimiento que une a la gente. No este tipo de cosas", dijo Meyer. "No lo entiendo".

Quizá es por el dí­a de descanso o quizá porque alguien conoce a alguna persona que está corriendo, pero la gente de Boston _no necesariamente los aficionados a los deportes, sino quienes viven aquí­_ se enorgullecen del maratón.

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NOTA DEL EDITOR: El periodista deportivo de Boston Jimmy Golen cubrí­a su 18vo Maratón de Boston cuando escuchó los estallidos de las bombas en la lí­nea de meta. Este es su relato de los acontecimientos.

FUENTE: Agencia AP

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